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sexta-feira, 30 de setembro de 2011

CONTO: LAILA - Daniel Galera (publicado no La Nacion)

Conocí a Laila en el jardín de un jardín de infantes de la zona sur de Porto Alegre, y años después la reencontraría en el colegio primario, en lo que todavía se llamaba primer grado, aunque nunca estudiamos en el mismo curso, y después la reencontraría otra vez en la facultad, tras haber pasado los tres años del secundario (lo que se llamaba segundo grado), en colegios diferentes, y nos volveríamos amigos del tipo de los que se ven poco, pero que cuando se ven, saben que sus vidas dependen de esos raros encuentros de una manera que va mucho más allá de lo que la razón permite suponer.
El jardín del jardín de infantes era arbolado, había un pequeño bosque que ciertamente amplifico en mis recuerdos infantiles pero que seguro era grande y lo suficientemente reservado como para que dos compañeritas, Daniela y Daniela, me arrastraran y me obligaran a besarlas con pudor sin que las profesoras nos vieran. Y un día fuimos sorprendidos por otra muchacha de pelo marrón, más bajita que yo y que las dos Danielas. Vestía un guardapolvo decorado con cosas coloridas, horquillas y moños quizás, y nos encaró en silencio. Durante un buen rato nadie se movió, hasta que vino hacia mí y me extendió la mano. Yo le di la mía y ella me llevó al parquecito donde había otros chicos. Nos sentamos en el parque, sin hablar, pero allí permanecimos juntos, y nunca más hablé con las Danielas.
No recuerdo las conversaciones que tuve con Laila en el jardín de infantes, creo que ni siquiera se pueden llamar "conversación" las cosas que se dicen a esa edad, pero la reconocí de inmediato cuando pasé frente al aula del curso C, el primer día de clase de sexto grado, y vi a una chica con una camiseta lisérgica de Led Zeppelin reclinada sola sobre la pared, medio asustada por la camaradería posvacacional que ella no podía compartir por su condición de alumna nueva, pero al mismo tiempo determinada a exponerse con aquella remera bien al lado de la puerta. Yo era del curso A, pero me detuve para hablar con ella. Tardó en acordarse de mí, en realidad yo no recordaba su nombre, pero nos acercamos antes de que ella estableciera sus amistades femeninas en el colegio, y por eso nos hicimos amigos. Además de Led Zeppelin, le gustaban Jethro?Tull y The Mamas and the Papas, sin duda por sus padres (a pesar de ello, su nombre no era una referencia a la canción de Clapton, y sí a una antigua leyenda árabe que Laila me contó una vez, una tragedia amorosa que recordaba a Romeo y Julieta), e intenté hacer que apreciara cosas de nuestro tiempo como Guns n' Roses y Nirvana, pero ella se negó a darles valor hasta muchos años después, cuando nos reencontramos en la Universidad Federal, ella recién ingresada a Periodismo, y yo a Publicidad. Nos abrazamos y nos reímos y balanceamos las cabezas asombrados por aquel improbable segundo encuentro, y todo el asunto manifestaba para mí cierta conspiración del destino porque yo me había enamorado de ella durante buena parte del sexto, séptimo y octavo grado, un enamoramiento que declaré muchas veces pero que nunca fue correspondido, y seguí pensando en ella durante la secundaria, que en la época se llamaba segundo grado, antes de prácticamente olvidarla. En el segundo reencuentro ella escuchaba algo en los auriculares y los puso en mis oídos mientras decía "mirá lo que estoy escuchando".
Era Nirvana. Una grabación cualquiera en vivo, de esas que circulaban en casetes.
-Es Nirvana -le dije.
-¡Sí! ¡Me encanta Nirvana! Me acordé de que a vos te gustaba en el colegio.
-Quise convencerte miles de veces.
-Empecé a escuchar uno de los casetes de mi primo y me di cuenta de que no hay nada igual a esa onda de ellos. Esa dinámica de lo -y entonces me dijo un montón de cosas sobre Nirvana que yo ya le había dicho muchas veces años antes, cuando la banda estaba en su apogeo-. Pero a esas alturas yo la conocía muy bien y su comentario hizo que se reavivara mi pasión juvenil, pues ésa era quizá su característica más marcada: ella tardaba mucho más que las otras personas, a veces meses, a veces muchos años, según el tema, para aceptar o reconocer o darse cuenta de cosas que para la mayoría de nosotros ya eran obvias porque o nos las habían dicho o enseñado, o porque los medios o el Zeitgeist o el propio ritmo biológico y cultural de la experiencia humana las había inculcado en todos alrededor. Pero Laila nunca se convencía. No absorbía nada a partir de los otros. En la adolescencia temprana, mucho más allá de tonterías como el valor de Nirvana, intenté convencerla de dos cosas importantes, la inexistencia de Dios y que habíamos sido hechos uno para el otro. Ella nunca aceptó la segunda, pero terminó por aceptar la primera al final del octavo grado, y en una madrugada en una fiesta en la casa de un amigo nuestro me reveló sus conclusiones.
-No es que niegue la idea de cualquier cosa espiritual -me dijo en esa ocasión. Estábamos en las escaleras que llevaban al salón de fiestas con pileta en el piso de abajo, observando la noche oprimente de la adolescencia mientras los gritos de nuestros amigos borrachos resonaban en las casas vecinas. -Pero esa idea de un Dios como entidad tan... a nuestro alcance, formateada a nuestras necesidades, me molesta. Todas las definiciones de Dios que encuentro tienen ese problema. Es tan obviamente un producto de la imaginación del ser humano que para mí ni siquiera merece una discusión filosófica.
-Sí, Laila. -Mi padre era judío y profesor de historia y le gustaba forzarme a pensar en cosas como la existencia de Dios, que yo tendía a negar. Su padre era un psiquiatra muy culto y la madre escribía libros infantiles. Ya estábamos en la edad en que los adolescentes hipereducados creen descubrir verdades sobre la vida que los adultos increíblemente se niegan a ver, y para entender algunas de esas verdades Laila y yo éramos el único interlocutor que ambos teníamos. -Es más o menos algo que te dije una vez. El año pasado, creo. ¿Te acordás?
Pero ella nunca se acordaba, o fingía que no se acordaba, o se acordaba y no le daba ninguna importancia, porque necesitaba llegar a las conclusiones por sí misma. ¿Qué le importaba lo que yo había dicho o los argumentos exaltados que me esforzaba en pronunciar para que los aceptara? Lo importante era que ella había pasado un feriado en las sierras con los padres y se había quedado sola una noche en la cabaña durante una tormenta increíble y de repente la naturaleza reveló su aspecto físico total, nada místico, y entonces se puso a pensar mientras comía chocolates Gramado y, ahí sí, ella supo que Dios no existía. Su revelación personal tenía más de una o dos semejanzas con lo que yo le había dicho hacía tiempo, y nunca llegué a una opinión definitiva sobre la autenticidad de sus descubrimientos. Quizás ella simplemente era celosa y se negaba a aceptar lo que le decían, explicaban, enseñaban o confesaban sólo para retomar algunas cosas mucho tiempo después a partir de una experiencia personal cualquiera, con lo cual el descubrimiento reaparecía en el mundo como algo suyo, íntimo e intransferible. Quizá de hecho era todo suyo, íntimo e intransferible, y la semejanza y el retraso sólo reflejaban el hecho de que todos nosotros llegamos más o menos a las mismas conclusiones a lo largo de la vida, aunque en ritmos diferentes y con métodos diferentes. No me importaba. Laila era así, y yo la quería cada vez más al escucharla confesarme algo con los ojitos bien abiertos de asombro o fascinación, iluminados por su más reciente epifanía retrasada. Mi impresión era que no tenía apuro por vivir. Era una muchacha serena y absolutamente convencida de su propia felicidad en todos los momentos. No se consideraba ingenua, pues sabía que el mundo la esperaba. A mí me gustaba imaginar que de a poco, a su ritmo y a su manera, ella sería capaz de comprender la vida por entero sin tener que recurrir nunca a lo ya dicho, registrado y difundido a lo largo del tiempo por el resto de la humanidad.
No volví a declararme durante la facultad. La toqué más allá de lo respetuoso, le hice invitaciones cargadas de otros sentidos para que viéramos películas en mi casa o fuéramos a la playa con una pareja de amigos, pero nunca verbalicé lo que me había cansado de verbalizar en el pasado, hasta que un día me dijo abiertamente, con su habitual serenidad y convicción, que nunca dañaría nuestra amistad con un noviazgo o sexo inconsecuente. Y en el tercer o cuarto cuatrimestre me puse de novio con Rafaela, una pelirroja que estudiaba Economía y era hija de los dueños de un bodegón italiano en la zona sur. De a poco, Laila y yo pasamos a vernos menos, sin dejar nunca de ser amigos. Laila y Rafaela se conocieron y las pocas veces que se encontraron se llevaron bien. A veces, borracho y enojado con la vida, volvía a pensar en Laila como una oportunidad perdida, y en mis delirios narcisistas y rencorosos me veía como un tesoro que ella había desperdiciado. Pero después se me pasaba. Hice dos años de pasantía en agencias de publicidad, buscando el camino de la dirección de arte. Hice un curso de diseño gráfico de seis meses en Canadá. Rafaela me esperó. Pensábamos vivir juntos y, pocos meses antes de recibirme, empezamos a buscar un departamento. Nos mudamos. Nos recibimos.
Laila no sólo tuvo sus novios en ese período, sino que me contaba mucho de sus relaciones y, típico en ella, a veces compartía conclusiones que a quienes no la conocían podían parecerles chistes sarcásticos. Dos o tres años después de la facultad, la encontré almorzando en un shopping y me senté con ella. Por cosas que dos o tres novios le habían hecho y sobre las cuales ella había reflexionado mucho en un domingo helado, llegó a pensar que en general los hombres no veían la fidelidad de la misma forma que las mujeres. No te rías de ella, por favor. Sería necesario convivir con Laila y ver la sinceridad exasperada de sus miradas y gestos para entender cómo una cosa así podía de hecho ser una revelación para ella a sus 23 o 24 años, una revelación que la afectaba profundamente. ¿Dónde había estado todo ese tiempo? ¿No había charlado con amigas, leído revistas de adolescentes o visto comedias románticas? Había hecho todo eso. Pero necesitaba años de experiencia propia y tres novios infames para "finalmente comprender" un cliché que avergonzaría incluso a una presentadora de un programa vespertino. Y si la conocieras como yo, seguramente sonreirías cuando una noche ella te llamara para decirte que necesitaba conversar con alguien pues venía pensando en cosas pesadas, que se había dado cuenta de que la mayoría de las personas vive negando la muerte, simplemente eso, negando la muerte en todo lo que hacen, en cada acción y gesto, desde el instante en que se despiertan hasta la hora de dormir, incluso cuando sueñan niegan la muerte, una idea a la cual ella había sido expuesta muchas veces desde la juventud y que vos le habías presentado cuando ella todavía se impresionaba con la filosofía existencialista de masas, al punto de prestarle libros con fragmentos subrayados y discutir con ella esos fragmentos, dispuesto a imponer el entusiasmo que esas ideas te causaban en aquella época, sólo para verificar que ella jamás se convencería, que lo creería interesante pero sin sentido, medio exagerado, medio pesimista, una simplificación grosera de lo que realmente significa estar en este mundo.
Pero por más que la conociera, por más que la amara como la amaba, no estaba preparado para que, tiempo después, tras un breve reencuentro en el cóctel de lanzamiento de un diario nuevo, cuya cuenta pertenecía a la premiada agencia publicitaria donde yo trabajaba, ella me enviara un e-mail con la propuesta de un café, que obviamente acepté, incluso porque tenía la intención de revelarle que Rafaela y yo finalmente nos casaríamos, y entonces me contara que estaba enamorada de mí.
Laila dijo que era como si llevara esa pasión dentro de ella desde siempre, desde que nos vimos por primera vez en el jardín de infantes y me rescató de las garras de las Danielas, pero solamente ahora, después de todo lo que habíamos vivido, era capaz de ver, y yo debería verlo también. Por primera vez en la vida, me enojé con ella. Sin embargo escuché su larga argumentación en favor de nosotros, las motivaciones racionales y pasionales que demostraban que habíamos sido hechos uno para el otro. Resistí, y le dije que jamás funcionaría. Que una hipotética ruptura con Rafaela pesaría demasiado y yo me volvería rencoroso, y que ni siquiera sabía si todavía sentía por ella lo que había sentido en el pasado.
Me gustaría decir que dejé a Rafaela para vivir una relación potencialmente desastrosa con Laila, pero no fue lo que sucedió. Seguimos viéndonos dos o tres veces al año, sólo para recordar cuánto nos queremos uno al otro y sentir una vez más que en algún momento nos ?desencontramos.
Y ahora estamos los dos en la habitación de Laila, en su cama, tanteando el pasillo de nuestra tercera década de vida. Laila llora convulsivamente y sus bramidos contra la almohada son asombrosos, de una grandeza cósmica, como el clamor de un gran desastre natural al otro lado de una montaña. No la veía desde hacía meses. Me llamó porque hace dos días que teme matarse, y obviamente vine. Rafaela está en casa, embarazada, y la llamo cada dos horas para saber si está bien. Laila tomó diez pastillas de clonazepam en 24 horas. No sabe por qué se siente así. Dice que es "todo". No hay nada que decirle ahora, sólo paso la mano por su cabeza. Horneo pancitos de queso, que sé que a ella le gustan mucho. Más tarde, cuando salga de la turbación, ella me preguntará si creo que se le pasará, si todo estará bien. Exigirá que yo sea honesto y le haga previsiones fundamentadas sobre lo que la vida le reserva. En mi mente quedará nítida, mientras pienso en qué decirle, la reprobación secreta que siempre alimenté por su independencia existencial, su presuntuosa autosuficiencia, y por un instante sentiré que ella merece enloquecer o morir sólo para que se pruebe que ella debería, sí, haber necesitado a los otros desde siempre, preferiblemente a mí. Será terrible, sofocaré ese pensamiento con todas mis fuerzas, pero ocurrirá y no hay nada que hacer al respecto. En el instante siguiente, sin embargo, me dejaré dominar por la embriagadora fantasía de que tengo el poder de trazar el destino de esa mujer, de que basta que le insista con algo y ella lo niegue para que su experiencia lo acepte más adelante, y entonces daré mi respuesta.

Traducción: Livia Almendary

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